viernes, 22 de agosto de 2014

I. Los siete pecados capitales [Parte I]

I. Ira.

Estaba furiosa, irritada, casi colérica. No podía entender que estaba pasando a su alrededor, o quizá no quería hacerlo. Presionaba sus uñas contra las palmas de su mano y rechinaba sus dientes. Quería romper todo lo que encontraba a su paso y chillar como si después no fuera a tener nunca más voz. Casi se podía decir que su sangre hervía, y todo aquél que la miraba era consciente de ello. Su mandíbula tensa y sus ojos dilatados de extraña manera, daban a entender que no quería hablar. Quería acciones. 

Miró lo que la rodeaba y empujó a su acompañante. 

"Vamos, no te molestes en mirarle. No merece la pena.. No merece la pena. Vete." 

Intentó convencerse a si misma y todo lo que consiguió fue encolerizarse más. El desconcierto, los nervios, la inquietud, no le ayudaban. Le agarró por la camisa y le miró a los ojos, para después empujarle hasta tirarle al suelo. Después empezó a caminar, pero no se alejó mucho antes de girarse.

—Para mi, ya no eres nada.—Escupió con saña. 

II. Gula.

Sentado en el sofá, mando de televisión en mano y cojín tras la cabeza, parecía casi idílico: Solo en casa, su programa favorito, pies cruzados sobre la mesa de café y ningún grito. Si había algo más cómodo que aquello, algo más paradisíaco, no quería conocerlo. Aquello era como su pequeño pedacito de cielo. La calma completa. Había cenado pizza viendo el partido de su equipo favorito y había podido ir al baño dejando la tapa levantada sin que nadie le dijera después que era un guarro. 

"Creo que voy a ir a por una cerveza" 

Caminó descalzo hacia la cocina, sin tener que preocuparse de no hacer ruido. Abrió la nevera y vio a su amiga rubia. La cogió y la destapó. Buscó un vaso y se sirvió. Dispuesto a abandonar la cocina, pensó en aquellas patatas fritas onduladas que habitaban en el armario. 

No pasaría nada porque se comiera unas pocas, ¿Verdad? 

Agarró un cuenco y se sirvió unas pocas para volver con su amada televisión. Poco rato volvió a por otras pocas.. y otras pocas, y otras. Así hasta que la bolsa se acabó. 

III. Lujuria.

Salió de la oficina, como cada tarde, pensando en su secretaria. Tenía su propio ritual: Se despedía de ella con un "hasta mañana", mientras ella se colocaba el pelo detrás de la oreja y le devolvía la despedida, después se montaba en el ascensor y bajaba pensando en lo bien que le quedaban las faldas negras, y mientras caminaba por el aparcamiento en busca de su coche, se permitía fantasear con hundir sus dedos en su pelo, en recorrer sus muslos -y lo que no eran sus muslos- con sus dedos y en morder entre besos su cuello. Finalmente, llegaba a casa y aparcaba su coche; contaba hasta diez intentando alejar de su pensamiento como sería en la cama, y se bajaba del coche intentando olvidar aquellas piernas largas. 

Algún día le pediría una cita. 

O la acorralaría contra la pared para besarla con pasión, mientras ella rodearía sus piernas alrededor de su cadera y se dejaría besar... O le daría un tortazo. Lo que sucediera antes.

Caminó al baño, se desvistió y se metió bajo el chorro de agua fría. Aquella mujer encendía partes de él que creía olvidadas.

IV. Envidia.

Quieta delante del escaparate de aquella fabulosa -y cara- tienda, no pudo evitar lamentarse durante unos segundos. Ojalá pudiera comprarse aquel vestido. Suspiró y miró la puerta de la tienda. Quería irse, de verdad que quería, pero su subconsciente la traicionó "por probártelo no te cobran" se encontró pensando. Era cierto.. Podía entrar, probárselo, ver que no le quedaba bien y olvidar su sueño de comprarlo.

Empujó la puerta y el olor a tienda cara -olor a excesivamente limpio y afrutado- invadió sus fosas nasales. Caminó por la tienda deleitándose por las telas y estampados de aquellas ropas. Terminó justo delante de aquel vestido que protagonizaba sus sueños y buscó su talla. Caminó a paso lento, queriendo alargar el momento, en dirección al probador. 

Se quitó la camiseta y los pantalones con una calma que nunca había reinado en su vida, y desabrochó el lateral del  vestido. Se introdujo con suavidad, con miedo de romperlo, y lo subió. Pidió a una dependienta que le ayudara a subirlo y esta, con tranquilidad susurró "debería utilizar una talla más, no sube" La chica casi se atragantó, pero asintió, dejando que la dependienta fuera en busca de otra talla.

"Lo siento, no nos queda." 

Y sintió envidia. Sintió envidia por no tener el cuerpo de las actrices, de las cantantes y de las modelos; sintió envidia por las personas que realmente podían permitirse comprar en aquella tienda y después sintió lástima. Lástima por ella misma.

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